Entre calles, drogas y limosnas

“La chinga”, “El loco”, “Pirulito” y “El Liso”, son algunos de los niños que hacen parte de los más de 3.400 menores que habitan las calles de la ciudad de Medellín, que entre el trabajo informal, las drogas, el rebusque, la prostitución y los diferentes impases de su vida diaria, muestran otra forma de enfrentar la realidad y vivir su niñez.

Con solo nueve años de edad “La Chinga” ha probado el perico, la marihuana, el sacol, ha robado, se ha alimentado de la basura de restaurantes, ha vendido su cuerpo, ha sido violado; él y sus amigos, por medio de sus experiencias, dan cuenta de cómo la calle pasa de ser el lugar de peligros y miedos para convertirse en el hogar que les fue negado.

“El Loco” lleva viviendo en la calle ocho años, y de todo lo que ha vivido recuerda con tristeza su primer noche en la ciudad; un día después de ser echado de su casa porque su mamá drogadicta no lo quería tener más allí, vivió en carne propia el tener frio y hambre, el ser robado y golpeado por otras personas de la calle: “desde ese día comprendí que tenía que hacer de todo para poder vivir en este mundo y así fue, de ese niño cobarde, bobo y tímido no queda nada”.

Hoy estos dos menores junto a sus “parceros”, se encuentran en uno de los hogares de paso creados en la ciudad para brindar atención primaria como comida, duchas, un lugar donde lavar su ropa o dormir. Si lo desean pueden quedarse varios días y meses, pero ellos sólo lo utilizan unas cuantas horas pues como dice “Pirulito”, ya se han acostumbrado a vivir sin reglas, a vivir según la ley del más fuerte y en estos lugares es imposible vivir así.

Luego de obtener lo que desean la “gallada” sale dispuesta a retomar su rutina diaria, saludan a otros menores más, que bajo el efecto de algunas drogas se ríen y reflejan que están en un mundo muy diferente al que la realidad les ha impuesto.

Mientras caminan planean los lugares y calles que serán su lugar de trabajo, unos prefieren pedir limosnas, pues según ellos, al estar bien vestidos y limpios muchas personas les dan hasta “mil lucas”, otros prefieren aprovechar su apariencia física, sus cicatrices, o en la mayoría de los casos su agilidad para “ratoniar al que les de papaya”, es decir, robar a todo aquel que anda descuidado. “El Liso”, según sus compañeros, es un experto en esta actividad, “a mí me han cogido sólo dos veces, me pegaron y casi me matan a punta de bolillo, pero después de varios días me recuperé y desde esa vez no me han vuelto a coger”.

Después de varias horas de “trabajo”, y al descubrir que su jornada no estuvo nada mal, se dirigen a comprar lo único que les hace olvidar hasta quienes son, para dónde van y qué es lo que quieren para sus vidas. Las drogas para estos menores se convierten en un puente que los lleva a dimensiones ajenas a su realidad, una realidad de la quieren escapar, pero que sus rutinas y costumbres les impiden hacerlo: “nosotros nos drogamos a diario, no pasamos ni un día sin una botella de sacol o de cualquier droga, ya sea para el hambre o para sentirnos relajados; a los más nuevos les da por llorar o por decir cosas locas, pero nosotros ya aprendimos hasta a manejarlas”.

Al caer la noche con sus estados alterados, sus miradas perdidas y uno que otro “tropel” con sus “parceros”, este grupo de menores busca el lugar donde pasarán la noche, se ponen de acuerdo, pues estar en "gallada" les da seguridad a todos.

Ninguno tiene la esperanza de volver a su hogar, pues sólo tienen el recuerdo de malos tratos, violaciones, padres alcohólicos y drogadictos para quienes siempre se consideraron sujetos invisibles.

Sobre el futuro poco hablan, pues saben que en la calle, ese lugar que se ha convertido en su hogar, todos son enemigos de todos. En este espacio unos zapatos, un bareto o un cambuche adquieren un valor trascendental, se convierten en objetos que definen la existencia y crean una dicotomía entre la vida y la muerte, latente en la realidad de los menores que viven entre calles drogas y limosnas.




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