Pasantía DeLaUrbe

VIVIR ENTRE LAS CALLES ASFALTADAS POR EL BARRIO, EL POLVO Y EL OLVIDO

Después de recorrer las calles de la ciudad de Medellín en búsqueda de dar color y brillo a los zapatos de algunos transeúntes, Pedro González llega a la iglesia La candelaria. Entre sus plegarias la más latente refleja la preocupación de llevar a casa solo $2.000 pesos producto de las dos personas que en todo un día, le dejaron practicar su tradicional oficio.
Entre acción de gracias y oraciones se encomienda a su Dios para empezar el camino a casa. Los 45 minutos que dura el recorrido le permite pensar en su familia, en lo que comerán en la noche, en el futuro de sus hijos, en el de su esposa y en el de él mismo.

Las calles pavimentadas, las grandes edificaciones y las personas que caminan haciendo algunas compras en el centro de la ciudad lentamente son reemplazadas por las lomas y calles empinadas que lo llevarán hasta su casa. Hoy ha sido un día difícil, dice Pedro, mientras mira por la ventada del bus al que accedió pagando $500 pesos hasta su casa.

Pasan los minutos y las calles pavimentadas desaparecen, el bus se tambalea fuertemente entre huecos, piedras y barro. El paisaje es ahora casas de tabla, bareque y plástico que en un pequeño espacio alojan hasta 6 0 10 personas.

El bus termina su ruta, pero el camino aún sigue, Pedro camina durante 20 minutos más y atraviesa el barrio El Pinar, el que pareciera ser el parque central del pueblo en el que vive. Las cantinas ponen en su volumen máximo los corridos y música popular que los clientes cantan mientras se toman una cerveza, un aguardiente o juegan billar.

Saluda a unos cuantos conocidos y entre las calles oscuras debido a la ausencia de alumbrado público visualiza toda la ciudad de norte a sur. Este panorama resalta una tajante diferencia entre dos espacios tan cercanos; uno que refleja una sociedad incluida dentro las dinámicas de modernización y progreso de la ciudad y otra, como en su caso, con medios de subsistencia precarios, sin servicios públicos domiciliarios y con las necesidades básicas insatisfechas.
En este lugar llamado Invasión El Manantial vive Pedro.

De lejos señala su casa, ubicada en el sector “la cancha” de la invasión. Su nieto de escasos 4 años lo recibe calurosamente y busca entre su caja de lustrar los dulces que frecuentemente Pedro le lleva. Hoy no es un día de sorpresas agradables, pues tanto su caja como sus bolsillos carecen de todo lo que sus seres queridos esperan encontrar.

Su casa iluminada por algunas velas, dejan ver el rostro de dos mujeres y un joven que salen a saludarlo. A la entrada hay una improvisada letrina, al frente una fogón de leña con algunos recipientes de plástico sucios, y al fondo cuatro cuartos divididos por paredes de plástico. Todos tienen sus pies sucios, producto del barro sobre el que está construido lo que Pedro llama su hogar.

Este territorio alberga más de 2.000 familias, algunas de ellas desplazadas, otras literalmente pobres y desempleadas y otros cuantos dueños de los pequeños negocios de la invasión, entre ellos, el que les provee la luz y el agua.

El hogar de Pedro carece de estos dos servicios públicos, pues para acceder al agua por ejemplo debe de pagar $50.000 mensuales, que le da el derecho de acercarse a una pequeña manguera en la esquina de su casa y llenar los baldes necesarios para su hogar. La luz por su parte, según Pedro, es para ricos, pues debe de conseguir el cable, pagar la instalación y el servicio mensual, “lujos que no puede darse” una familia con ingresos tan precarios como los que recibe con su trabajo.

A pesar de estas condiciones la familia saluda a Pedro con besos y abrazos y se sientan en una banca improvisada cerca a lo que se podría llamar la cocina. Mientras toman una agua de panela, comentan lo que han hecho en el día. Su esposa cuenta que trabajó en una casa de la ciudad lavando ropa, pero que le pagan el día 30 los $10.000 de su jornada laboral. Su hija Elizabeth, con noticias más alegres, relata lo que aprendió en las clases de confección que el SENA está brindando en el sector y su hijo, habla del trabajo que ha tenido sacando el barro y moldeando el piso para darle forma al lugar en el que viven.

Finalizan la conversación y se disponen a descansar. El viento entra fuertemente goleando lo que se encuentra a su paso, los plásticos que forran su casa se mueven con el vaivén de sus impulsos, amenazando con llevarse todo lo que este a su paso. Aunque todos aparentemente descansan, están elevando la misma plegaria: que no llueva y que su casa no se derrumbe como muchas del sector con las inclemencias del clima de esta época.

Esta situación la viven frecuentemente las familias que habitan la invasión El Manantial, que esperan prontamente que las obras de desarrollo, infraestructura, educación, salud y bienestar social latentes en otros sectores lleguen hasta sus hogares y les permitan tener una mejor calidad de vida.

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